Hace unos años conseguí una beca para estudiar en Nueva Delhi, llevaba más de un mes allí cuando me comentaron la posibilidad de pasar una semana en la montaña. He de decir que odio la montaña, pero con tal de huir de la contaminación de la ciudad me apunté. Me lo vendieron como una semana de relax, yo me imaginaba la típica casita de campo, pero me sorprendió descubrir que lo que en un primer momento era una montañita resultó ser realmente el Himalaya.
Era agosto, el monzón había llegado a la zona norte de la India, y viajábamos 7 en un coche de 5, la primera parada era Dharamsala y McLeod Ganj hogar del Dalai Lama en el exilio, y la idea era coger una de las carreteras más peligrosas del mundo hasta llegar a Manali.
Después de 16 horas en el coche sin parar de llover, llegamos a la ciudad, un sitio espectacular y muy recomendable aunque existan monos ladrones y vacas sin control.
A los dos días cogimos un autobús nocturno con destino Manali, la idea era llegar por la mañana, recuerdo que en mitad de la noche se paró, no se veía mucho pero se escuchaba una cascada, cerré los ojos y me quedé dormida. A la mañana siguiente seguíamos parados en el mismo sitio y así permanecimos durante dos días más.
Uno de los ríos se había desbordado y cortaba toda la carretera, la gente comenzó a salir de los coches, a sentarse en la carretera con mantas y hacer té, solo había una pequeña tienda de carretera en la que el agua potable se agotó en una hora y donde la única comida que vendían eran patatas fritas hiper picantes.
Estuvimos tirados en mitad del Himalaya durante dos días, sin baño, comida, ni electricidad. Al final acabamos volviendo a Nueva Delhi en un taxi que nadie tiene muy claro cómo llegó hasta allí, acabé tan saturada de montaña que nunca más he vuelto a ninguna.