Estambul

Hay muchos tipos de ciudades. Y luego está Estambul. Básicamente, todas las ciudades del mundo en una. Me atrevería a ir un poco más allá, y diría que el mundo en una ciudad. No es la ciudad más grande del mundo. Puede que ni siquiera la más bonita ( esto ya es más discutible…) pero sin duda alguna es la más apasionante. La más mágica. Lo es por sus contradicciones. Por sus rincones. Por su diversidad. Pero sobre todo, por su gente.

La lista de cosas que hacen única a Estambul es casi infinita. Pero os voy a dejar dos particularmente maravillosas.

Pasear por la zona de Eminonu, regateando en las infinitas tiendecitas de la zona, más por el hecho de hacer bromas con los comerciantes que por comprar algo. Hay pocas cosas que te hagan sentir más realizado como extranjero en Turquía que pensar que has conseguido un buen precio en un regateo, aunque es absolutamente imposible que el regateador supremo no te haya ganado. Después, ir por el mercado de las especias hasta el puerto, preferiblemente a la hora del atardecer, y coger un barco de los que van a Kadikoy (de los de transporte regular). Ponerse en la parte alta del barco y comprar un vaso de çay (preferiblemente demli, para sentirte más turco). Sentarse y alucinar en colores al darte cuenta de que por unos céntimos estás cruzando de Europa a Asia viendo el skyline más bonito que puedas imaginar. Durante el trayecto, que dura unos 20 minutos, vas dejando atrás las grandes mezquitas, la torre de Galata y las múltiples colinas de Estambul, y viendo delante los puentes que cruzan el Bósforo. Todo esto mientras escuchas el sonido del mar. No suena mal, eh.

Pero la cosa no acaba aquí. Después de bajar del barco (momento casi traumático por la increíble comunión, casi mística, que se puede llegar a alcanzar durante el trayecto, te encuentras en Kadikoy. Eminonu es una zona tradicional y bastante humilde, donde la mayor parte de las mujeres van con pañuelo y donde nos encontramos con una Turquía que entra más dentro de lo que podríamos considerar el estereotipo que tenemos los europeos. Kadikoy es, al estilo de Besiktas, un barrio donde “el sueño Kemalista” del fundador de la Turquía moderna, Mustafa Kemal Ataturk, se hace realidad. Una combinación de modernidad, apertura y dinamismo con tradición y autenticidad que yo no he visto en ningún otro país del mundo. Es como si se creara una simbiosis perfecta que le da un toque absolutamente único. Calles repletas de bares en las que la gente toma cerveza, raki y mezze, vendedores de mejillones ambulantes en todas las esquinas y una calle entera de mercados en los que es absolutamente imposible no querer comprarse toda la comida que hay y no hablar con todos y cada uno de los vendedores. Starbucks, Mcdonald’s y otras muchas conviven con las tiendas de Doner y de Pide, así como con las muchas teterías (en Turquía se toma más té que agua). Leerlo e imaginarlo mola, pero hay que vivirlo.

La segunda tiene que ver con la gastronomía. Un lugar con una gastronomía rica es un lugar con una cultura rica. Diría que aquí hay una relación de causalidad bastante evidente. Y por supuesto, comer en Estambul siempre es mucho más que ingerir alimentos.

Tras callejear por las callecitas de Gálata, bajando desde la calle Istiklal hacia el puente del Cuerno de Oro, llegamos hasta la zona de Karakoy. Allí, girando hacia la derecha, damos a una calle que está cerca del propio Cuerno de Oro pero que parece no tener nada de especial. Nada más lejos de la realidad. A la mitad de la calle se encuentra un lugar que, de ser más conocido, pasaría a constituir un lugar de peregrinaje internacional para amantes de la comida de todos los lugares del globo. Un hombre y su hijo tienen allí uno de esos lugares que renuevan tu esperanza en la raza humana y te dejan claro por qué la vida debe ser vivida. Se trata de un puestecillo hecho con unas cajas y una plancha en la que está curiosa dupla prepara el mejor balik durum (durum de pescado) que la tierra ha visto jamás. El menú no es demasiado extenso, de hecho, está compuesto por un solo elemento. El susodicho balik durum. Y es más que suficiente. Pero la gracia de este particular plato no es únicamente engullirlo cual pato famélico. El cuidado, detalle, automatización, cariño y compenetración con la que padre e hijo preparan el durum es una de las experiencias más hipnóticas que uno puede tener. Recuerdo perder la noción del tiempo y observar embelesado con mi querido amigo Estanislao lo que era sin duda un espectáculo de la naturaleza que poco tenía que envidiar al Circo del Sol o la Aurora Boreal. Cuando terminó, tras lo que nos habían parecido unas 4 horas, no sabíamos si abrazarlos, llorar, o pedir que nos dejaran escaparnos con ellos. Tras una efusiva despedida en la que más de una lágrima fue derramada, nos fuimos a la orilla del Cuerno de Oro a contemplar y devorar aquella maravillosa obra.

Encontrar palabras o expresiones en la lengua castellana que sirvan para describir el festival de sabores que comenzó a producirse en nuestras bocas es realmente complicado. Era como si las múltiples especias hubiesen formado un grupo coral para producir las notas de sabor con cada mordisco. Aún a día de hoy, años después, me sorprendo a mi mismo pensando en ese delicioso durum, y en los magníficos artistas que lo hicieron imposible.

Estambul, qué maravillosa eres. Ojalá la disfrutéis tanto como yo pude hacerlo.